Época: Hispania Bajo Imperio
Inicio: Año 248
Fin: Año 476

Antecedente:
Iglesia oficial y sectas



Comentario

A partir de la promulgación por Constantino en el 313 del Edicto de Milán, el cristianismo se divide en innumerables sectas y disidencias, lo que sin duda influye en la disgregación del Imperio, ya que con Constantino los destinos de la Iglesia y del Imperio se habían unido. La Iglesia había empezado proporcionando al Imperio el consenso que todo poder político precisa. Ya se vio cómo la Iglesia había tomado en muchas ocasiones el relevo de las antiguas instituciones ciudadanas (como la del patronato municipal o la asistencia social, por ejemplo). El propio Constantino juzgó oportuno servirse de las instituciones implantadas por la Iglesia episcopal, ante la imposibilidad de sustituir y revitalizar las antiguas instituciones. Pero la Iglesia fracasó en su intento de extenderse y unificar a los pueblos del Imperio. El reclutamiento local del clero los convertía en defensores de los privilegios de sus regiones pero, salvo raras excepciones, carecieron de miras más universales. Desde el año 314 al 316, el movimiento disidente de la Iglesia africana, el donatismo, marcó las dificultades de la colaboración Iglesia-Estado. Los mismos obispos que habían solicitado la intervención del emperador sólo pensaban aceptar su sentencia en caso de que les fuera favorable. Como no lo fue, volvieron a sus antiguas posiciones de resistencia al gobierno.
Tras el Concilio de Nicea (año 325), Eusebio de Nicomedia y los demás obispos perdedores solicitaron al emperador el recurso de casación. Una vez reintegrados, llegaron incluso a deponer y exiliar a los jefes del partido contrario. Como la victoria de los arrianos se debía al emperador, éste, Constancio II, pasó a detentar un enorme poder en materia de dogma y disciplina. Desde entonces se perfilan dos posiciones: los arrianos admiten posiciones cesaropapistas y los trinitarios defienden el poder espiritual y la infalibilidad de los concilios de los obispos.

Los años que siguieron a la muerte de Constancio II y el pagano Juliano, fueron años victoriosos para el partido católico, que aprovechó para impulsar sus ventajas y asegurarse el monopolio de la religión. Después del fracaso y el descrédito del cesaropapismo, el Estado (en alianza con la Iglesia católica) estaba condenado a seguir la misma suerte que sufriera la unidad de esta Iglesia. Puesto que las decisiones conciliares eran infalibles, la Iglesia católica fue apartando y condenando a todos aquellos grupos cristianos que disentían de ellos. Es significativo que, una vez condenados por la Iglesia, el propio emperador -principalmente Teodosio- los condenase mediante disposiciones jurídicas, prohibiéndoles reunirse, confiscando sus bienes, etc. Las escisiones fueron múltiples: el novacianismo, los arrianos, el pelagianismo, el donatismo, los luciferianos, etc.

En Hispania conocemos la existencia de obispos arrianos, entre ellos Gregorio de Elvira y Potamio de Lisboa -quien primero fue trinitario, luego arriano y posteriormente luciferiano-. No eran raros en los ambientes cristianos de esta época los casos de defección, conversión y reconversión. Estos cambios de actitud obedecían casi siempre a no poder resistir las presiones del ambiente, del pueblo, de las autoridades civiles y eclesiásticas y aun del propio emperador.

Un personaje destacado en la Iglesia de esta época fue Osio de Córdoba, que jugó un papel fundamental en el Concilio de Nicea defendiendo los postulados trinitarios. Cuando Constancio II, arriano, accedió al poder logró que el anciano obispo escribiese un documento en el que abjuraba de sus anteriores creencias y se adhería al credo arriano. También conocemos la existencia de grupos montanistas y maniqueístas, aunque estas pequeñas comunidades disidentes nunca llegaron a un grado de expansión preocupante para la Iglesia hispana.